lunes, 21 de noviembre de 2022

TRANSACCIÓN NO REALIZADA por José A. García

Tengo la certeza de que todavía no les conté de cómo vencí al diablo, al demonio, a mandinga, al oscuro, a belcebú, lucifer, el ángel caído, el enemigo, o el nombre que quieran darle según la religión que hayan decidido profesar (si es que no les fue impuesta como sucede a la mayoría) o que crean que es mejor que las demás. Aprovecharé, pues, esta ocasión para hacerlo un nombre secreto. Es la forma en la que nos llamamos a nosotros mismos en nuestros pensamientos, ¿de verdad no lo sabían?

—Hola perejil, ¿cómo estás hoy?

Imaginarán mi sorpresa al escuchar que me llaman de esa manera en medio de la calle, casi llegando a una esquina de escaso tránsito vehicular con unos pocos pájaros cantándole a una primavera que se resistía en dejarse sentir. Miré hacia atrás, hacia la derecha, la izquierda, el centro, la extrema izquierda, sin ver a nadie.

—No, no, no, no —dijo la misma voz—, estoy acá, arriba.

Entonces lo vi. Parecía un graffiti socarrón, casi de cuerpo entero, adornando una pared. Saqué una fotografía, como corresponde a nuestro mundo en el que todo queda plasmado en una fotografía o no existe, pero por más que lo intenté no pude captar el momento en el que movía la boca para hablarme. Representaba la imagen estilizada de lo que imaginamos ha de ser el diablo, tal y como nos enseñó el arte de consumo masivo de la segunda mitad del siglo XX: rojo, enorme, con cara de malo (aunque en este caso no le salía muy bien), con cola (oculta) y con un tridente y/o lanza como arma. La corona lo señalaba como el príncipe de las tinieblas y le daba, también, un toque de distinción.

—Puedo darte lo que siempre soñaste —dijo guiñándome un ojo.

—Hace años que no sueño, tomo pastillas para dormir, así que… —respondí sin percatarme de que había comenzado a hablar con una pared.

—Me refiero a los sueños metafóricos —dijo antes de agregar, en un todo un poco más duro—: salamín.

—Ah, sí, esos, bueno… —dije, seguro de estar ruborizándome frente a él.

—Mujeres, sí —dijo riéndose a carcajadas—. Son lo que siempre piden primero los hombres.

—Pero… —lo interrumpí imaginándome el resto de su parlamento—, ¿podrás hacer que me amen? Sea lo que sea que signifique esa palabra —siendo sincero no demostré demasiada entereza al preguntarlo.

—¡Qué pregunta más estúpida! —gritó cambiando de gesto.

—¿Eso es un sí?

—Nadie podría hacer eso —respondió—. Ni siquiera quien posea todo el poder de la creación.

—Ah —dije chasqueando la lengua y amagado a seguir caminando—, entonces no me sirve. Gracias.

—Todavía hay más… —dijo pretendiendo sonar enigmático.

—¿Qué otra cosa tienes para ofrecerme?

—¡Dinero! Toneladas de dinero… —mientras lo decía llovieron sobre mí billetes de todos los colores y formas que se desvanecían cuando pretendía tocarlos—. Para utilizarlo de todas las formas que puedas imaginar.

—¿Podré…?

—¡Ni se te ocurra mencionar al amor! —gruñó—. El universo entero sabe que el dinero no compra el amor.

—Iba a preguntar si me lo podría quedar una vez muerto, digamos como herencia para mis descendientes, en el caso de que decidiera tenerlos. Pero la cuestión que acabas de mencionar estaba segunda en la lista. En el tercer puesto se encontraba la posibilidad de utilizar ese dinero para investigar tratamientos de longevidad.

—Nada de eso puede hacerse, lo sabes bien. No sirve que le de algo a alguien que vivirá para siempre y nunca obtendré las ganancias pautadas. Es un trato estándar, se finaliza a tu muerte, me devuelves lo que te haya dado y me quedo con tu alma, que es la tasa de interés nominal. De seguro ya lo conoces, en la literatura lo mencionan a cada rato, en el cine, la televisión, la radio, los cómics, en las festividades, y un largo etcétera.

Sí, dijo y un largo etcétera, expresión que nadie usaba desde hacía décadas. Lo que delataba su edad, dicho sea de paso.

—¿Para qué sirve la riqueza si no puedo comprar el amor, aunque no era una prioridad, ni puedo mantenerla después de muerto? —pregunté con intenciones de hacerlo recapacitar, y que cambiara los términos del contrato, pero ni siquiera lo dudó.

—Bueno, pensemos en otra opción.

—Después del amor y el dinero viene el poder —dije.

—¡Exacto! ¡PODER! —gritó riéndose otra vez a carcajadas. Para esa altura del diálogo suponía que era el único que le escuchaba, de otra forma alguien más se habría acercado a ver qué sucedía en ese lugar, cosa que no había sucedido. Imaginaba también que nadie más vería los rayos de colores que salían de las puntas de sus dedos en un intento por demostrar vaya a saber uno qué cosa.

—Perfecto, quiero volar, para huir de las conversaciones aburridas; quiero ser capaz de hacerme invisible, para evitar situaciones incómodas; inteligencia, para saber qué decir en cada momento; velocidad, para no llegar tarde a ningún lugar; memoria eidética, para no olvidar nunca nada… Y alguno más se me va a ocurrir mientras espero a que cumplas con los que ya pedí.

Cuando volví a mirarlo, pues había estado enumerando con los dedos y no podía dejar de mirar mi mano pensando en esos poderes, en su rostro había una mezcla de fastidio, frustración y ganas de mandarme al infierno.

—Eso no es poder —dijo—, son poderes de ficción, no podemos ir en contra de las leyes de la física… ¿No les enseñan nada en este siglo? Con poder me refiero, claramente, a poder de tipo terrenal, ustedes lo llaman político, según entiendo —dijo con una mano apoyada en la barbilla. 

—Bueno, bueno, no lo sabía. Es que no me interesa ese tipo de poder —respondí—. ¿Qué otra cosa hay para ofrecer?

—A esta altura ya no sé… —dijo.

—¿Podrías cambiarme el trabajo? —pregunté.

—¡Si! Eso es muy fácil, con sólo chasquear los dedos. ¿Qué trabajo quieres hacer?

—El tuyo. Por algo dije cambiarme, yo hago tu trabajo, vos el mío. Aunque lo correcto habría sido decir intercambiar, ahora que lo pienso mejor… —dije enredándome con las palabras, tal y como él intentara hacerlo unos instantes antes.

En silencio el diablo me miraba como si estudiara la propuesta como si, finalmente, hubiera encontrado la forma en que cualquier opción redundaría en un triunfo para sí. Eso o tenía astigmatismo, lo que le obligaba a entrecerrar los ojos.

—¿Qué tipo de trabajo realizas en este mundo? —preguntó con un dejo de interés.

—Soy docente de escuela secundaria —respondí, encogiéndome de hombros.

—¡¿QUÉ?! —gritó sorprendido—. ¡Maldito seas! ¿Pretendías engañarme? ¿A mí? Nunca aceptaría un trabajo tan vil, tan degradante, exigente, decepcionante, subvalorado, deprimente, mal pago, explotador, indigno, despreciable, infame, penoso, ingrato, arduo, patético, ignominioso,  y... y… ¿Ya dije degradante?

—Sí, ya lo dijiste. También me parece que repetiste alguna cosa más —respondí—. Entiendo que la propuesta no es de tu agrado, pero tampoco para decir que es un trabajo tan malo. Además, dudo que el infierno sea diferente.

—¡Por supuesto! Puedo vivir en el infierno, encargarme de castigar a los pecadores, buscar alguna que otra alma perdida de vez en cuando y sin que nadie se percate para disfrute personal, colaborar con el crecimiento de la desigualdad mundial, y esas cosas —la imagen del demonio fluctuaba haciéndose poco a poco más irreal, más similar a un simple dibujo en dos dimensiones antes que una presencia corporal—. Pero nunca, jamás, ni siquiera por error, ni mucho menos por casualidad, aceptaría ese trabajo.

—No habrá trato, pues.

—Te quedas con tu alma —respondió el diablo—, pero solo por ahora —acotó antes de desaparecer definitivamente.

Regresé a mi camino, al que todavía le restaba la mitad, pensando en lo que haría el resto del día sabiéndome vencedor en la contienda con el diablo y, también, teniendo por seguro que el alma que pretendía quitarme no es más que una entelequia de ficción, por lo que ignoro cuál sería su motivación para interrumpirme de esa manera. Para peor, el muy mal educado me había hecho olvidar lo que estaba pensando.


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