Deslumbra el antiguo faro cubriendo
de una sustancia acogedora aquella noche tan fría. Ves hacia arriba y notás su
resplandor y apenas más; recordás la tibieza del estudio de Alicia, el piano y
el enorme librero: cuántos libros, cuántas palabras. Te preguntás qué habrá
sido de su hermano (porque ella, claro, está bien, trabajando como siempre y
haciendo su vida), el pequeño muchachito que nunca se eximía a sí mismo del
sufrimiento; de esas personas constantemente privadas de paz, qué martirio,
pobre. Algo distinto tenía, lo sé. Yo creía y creo en él, en su forma de ver el
mundo, así como yo veo este faro tan solitario, tan faro, bruma taciturna,
víctima de los vientos árticos, encunado en la ciudad austral de mi infancia,
de mi infinita nostalgia. No sé si veo la foto o lo veo en verdad ahí, quieto,
mirándome mirarlo, doble reflejo del reflejo, de la proyección consensuada. No
te busco más, Alicia. Te recuerdo, sí, pero ahora vivo mi vida. Ya no estás en
la brisa del acantilado ni en la música impresionista. Hoy sos otra para mí,
sos quien no soy yo. Ya no te extraño, así que, por favor, lárgate de mi mente.
Ahora
es otra vez el piano y mis dedos sobre él: Debussy cantando póstumamente a
través de mis tristezas. Me quiero, pero no me busco. Floto como flota el
polvo. El placard de la casa de mi tía Nora fue testigo de ello aquel verano en
que mamá enfermó y no podía cuidarme. Idas y vueltas del hospital, el rugido
del antiguo motor del Falcon del abuelo, Nora que me extendía su mano desde la
parte de adelante para hacer de mamá al menos durante algunas semanas. Esos
gestos se aprecian. Pero no logré hacerlo sino hasta ahora, hace poco, en un
futuro de mayor claridad. En esa época, en el estío marcado por la enfermedad
de mamá, yo tenía la vista muy borrosa. Digo lo del placard, pero, además de
verme flotar, me vio gritar, me vio ser el niño dolido por la ausencia
maternal, por la incertidumbre de quien oscila entre la vida y la muerte. Tal
vez necesitaba un papá. Solo tal vez. Pero fui enseñado a odiarlo: nadie
ocuparía ese lugar, ni el abuelo. Porque papá tenía; simplemente no nos quería.
Así que no, mamá no quería conseguir a alguien de repuesto, al reemplazo o al
señuelo: quería que yo entendiera que así es esto, que a veces la vida te manda
al carajo como lo hizo papá, que las personas pueden ser malas y que tenía que
acostumbrarme. Así, el abuelo, era el abuelo. Nora era Nora. Mamá, mamá, pero
enferma. Y papá era el hueco, la inexorable ausencia en mi aún corta vida.
Floto
y flotaba. No me decidía: no me aferraba. El placard guardaba mis escasas ropas
y me miraba cambiarme sin regularidad. Lloré frente a él. Lloré en él. Él me lloró a mí, tras el primer
abandono de Alicia. Yo lo maltraté, sí. Lo golpeé un par de veces. Pero sé que me
entendía: mamá, Alicia, la adolescencia. Papá, sí. Me fui de esa casa una
semana antes de entrar a clase. Mamá ya estaba en casa conmigo; sin embargo,
nunca volvió a ser la misma. De salir a trabajar de 7 a 6, volver, pintar un
rato, cocinar y encima tener energía para hacerme reír durante la cena, pasó a,
primero, no trabajar por tres o cuatro meses; después, trabajaba solo medio
tiempo, y bue, a media paga, pero era lo que podía hacer; siempre con la cabeza
gacha, los ojos brujos y las palabras horadadas, curiosas de sí, incompletas,
inconclusas e insatisfechas. Ya no es la misma, mamá, no. Diría que la extraño,
pero me parece un poco feo, grosero, decir que extraño quien era cuando ella da
todo de sí.
Alicia
ha significado vueltas tortuosas. Sus manos de pan nunca dejarán de asombrarme,
tan delicadas y suaves y en los días de frío un tanto ásperas por fuera, pero
siempre tan tiernas. No la extraño. Fue lo que fue; sufrí y ella sufrió,
también, lo necesario. Tal vez un poco más. Duele. Te recuerdo, Alicia.
Alguien
hablaba de los tigres de la memoria. A mí ya me han matado. Casi, en realidad;
porque yo vuelvo a incorporarme, buscando a tientas los restos de mi pobre
cuerpo, y ellos vuelven a atacar, sin dar paz, sin dar tregua. Pero he de
confesar algo: más que los tigres de la memoria, son los del presente quienes
me aterrorizan el sueño. Ya no sé qué hacer. Lo hablo con mis amigos, con mis
familiares; me entienden, mas no parecieran haber perdido el control de la
cerradura de su jaula como yo lo hice hace muchos años. Nora me miraba
inconsolable, yo rojo, el placard rojo, yo lágrimas y ella angustia, el viento
frío y los gritos vecinos, la ambulancia perdida en la ruta oscura y lluviosa,
yo en el suelo que no entendía qué pasaba, que qué hiciste, nene, por qué, que
de qué me estás hablando Nora, no me hables más por favor; el perro asustado
bajo la mesa, las garras penetrando mi mente: yo, aturdido, ante las fauces del
instantáneo olvido.
Dispararás
a todos tus enemigos: pico delirante, peligro inminente de tus músicas y tus
libros, canción en pena, canción en vos, bosquejo de la inundación futura, ojos
amargos, vastos jeroglíficos de la muerte, mi muerte, su muerte, la nuestra,
inexorable, separados por el rayo de desesperación infinita; te extraño, Alicia.
Te escucho en mis listas de quehaceres, en los pendientes de la semana, en las
idas al centro de la ciudad, en tus corridas y tus saltos, brinco inocente de
quien no conoce aún el porvenir de quien ama, rumia nocturna, mirada nocturno,
recuerdo inefable que todavía duele, mi vida, que te extraño tanto que ya no sé
qué hacer; perdóname, por favor, yo sé que lo hice mal, yo sé que no debí
hacerlo y también sé que todo fue mi culpa. Sí, también su muerte. Me persigue,
mi amor, me acecha en esas vigilias que parecen infinitas, horas que se
asemejan a la muerte misma, al túnel final, parca en traje rosa, tía no vengas
porque no me siento bien, parca disfrazada de ti, mi amor, como un espejo, como
yo sosteniendo un espejo y vos reflejando tu cara mientras sostenés otro espejo
que a su vez refleja la cara de alguien más, algo más, una muerte más. Vos sos
la culpable. Me despido Alicia. Ya no serás ni tigre ni perro, y yo no seré,
nunca más, carne de cañón.
Escucho
algo. Siento las vibraciones que la música produce en la madera. No veo nada,
sino al gorrión. Ese pájaro tan pequeño, tan común en su livianez y
cotidianidad, observador, juez, te veo y también te escucho. No siento mis
piernas. No siento el dolor que sentía antes de todo esto. Veo el agua rojiza; la
huelo. Recuerdo el filo y las lágrimas. Pienso en Alicia y en Nora, pienso en
mamá. Finalmente, pienso en mí. Ya no te siento en dolor, me digo. No te lloro
y no me angustio. Quién sos, me pregunto. Quién fuiste. El gorrión me mira de
forma banal, aunque consciente de la anormalidad de la situación. Me paro en la
tina, pongo un pie fuera. Hoy no quiso ser, compañero. Hoy no, y tal vez nunca,
porque tu dolor ya no es más que pasado. Volvé a las palabras, que te van.
Volvé a vos y nunca más al ardor de la herida abierta, porque ahora es
cicatriz, memoriosa, pero cerrada.