miércoles, 2 de junio de 2021

DONDE EL ÁRBOL GENEALÓGICO SE DETIENE (Gaba Romualdo - GUERRERO/MÉXICO).

 I

No es más molesta una piedra en el zapato, que una astilla alojada bajo el cuero de la mano. No es lo mismo una piedra, que la ínfima parte de un trozo de madera.


II

Las piedras dentro del zapato son moscas 

insistentes acechando un cadáver o un plato de comida fuera de la vista. 

Un movimiento y se van.

Son como el aire del ventilador alterando el orden, perturbando las hojas de una novela, 

pero nunca igual a un nudillo de la mano grávido de una esquirla de palmera. 

Y que las contracciones de la dermis por hacerle salir. Y que ese dolor punzante de empujarlo tratando de acomodarte la “cosa” con los dedos hasta que solita empieza

a emerger. Y luego mirarla con asombro. Y al final el alivio. Y un ardor en la hondonada que te quedó.


III

Cómo parir, lo aprendí del desafortunado parto de mi madre,

que no tuvo idea de lo que sucedería ese día. A ella la médico solo la citó un miércoles veintisiete, y la pobre llegó asumiendo que sería como una extracción de muela o que la cigüeña llegaría conmigo colgando de su pico. Hasta que se vio sobre una camilla, con las piernas abiertas y a mi padre llorando porque creía que nos íbamos a morir. 


Los niños de antes no escuchaban las conversaciones de los adultos.

Los adultos de antes, dejaban que los futuros mayores aprendieran solos. 

Los simultáneos a mis padres, a nosotros tampoco nos enseñaron.

Solo que mis simultáneos y yo, tuvimos los comerciales de después de 

las diez pe eme, la internet, las clases sobre sexualidad y anticonceptivos. 

Tuvimos más la calle, donde aprendimos clasificación ce y de en la televisión,

ruda, alcaravea,  Misoprostol.


Hacerla de comadrona, ayudando a mi cuero a parir una astilla,

también lo aprendí del parto de mi hermana. Sé de memoria su parto. 

Igual que el de mi madre. Su criatura venía oblicua. Una enfermera

subió a un banco y de una y un tronido le acomodó al hijo de su erotismo 

y entrañas. Para que fácilmente pudiera inundarse de luz la sala.


Parir también me lo enseñó mi regla, desde los trece. Una mañana 

en la que grité hacia mis adentros. En silencio. Porque tenía  un lamparón

escarlata y renegrido en mis bragas, y un banco de pirañas mordiéndome 

por dentro . Para luego confesarle a mi madre. En silencio. En un papelito. 

Me vino la regla. Ella me enseñó así. A guardar algunos silencios.

Porque ella aprendió así. Por eso no la culpo.


IV

Así, sin querer queriendo, aprendí a parir. 

Aprender se lo debía a mi madre. 

Aunque siempre le seguiré debiendo.

Hubiera querido saber cómo nacer. Para deberle menos.

Lo digo por sus  llagas. Mi madre. Cristo con útero bañado en sangre sobre una camilla, solo para escucharme llorar por no sé cuántos años.


Mamá tengo hambre, tengo frío, me duele, me han lastimado.


Ella por amor , por perpetuar la sangre.

No es lo mismo una piedra en el zapato que una astilla en la mano.

Y desembarazarse de una astilla encajada en la mano,

de un mequetrefe o con mención honorífica de la escuela, 

no es lo mismo que parir un grupo perfecto de células 

que después te llamaran mamá.


No es lo mismo deberle a mi madre, a que alguien me deba por haberle engendrado.

Aunque esta deuda es equivalente.


Aprendí a bien desembarazarme, de astillas, broncas, vicios y malos amores,

para que pueda despreocuparse por mí. Pero sin sembrar más deudas,

para que se convenza de que si decidí estar sola es porque así estoy bien acompañada.

Aunque haya un niño de diferencia, entre que alguien o nadie pueda llamarme madre.


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